EL PORQUÉ AL CINE MEXICANO LE PONEMOS EL APELLIDO DE “MEXICANO”

*Este texto se publicó originalmente en la Revista Migala, se publica de nuevo con permiso de los editores.

 Andrei Peña

Estoy sentado en una sala de cine, la película está por comenzar y no tengo esa emoción de siempre, esa misma que te invade cuando sabes que estás a punto de presenciar una película que te va a sorprender, a divertir y entretener, que te hará reflexionar de una forma tan sutil que no te darás cuenta hasta que lleves varios días comentándola. No siento ese gusto por lo desconocido, esa ansiedad de esperar tanto el momento en el que al fin la verás y después sentirte dichoso durante el tiempo que estés en la sala. No, no siento nada de eso, en su lugar, hurgo en las palomitas, pensando a dónde se fue esa que estaba rebosante de salsa, le bebo al refresco y me pregunto qué estará haciendo mi gato, por mi mente cruzan varias ideas idiotas, me río de lo estúpidas que son cada una de ellas, mi acompañante se indigna porque no presto atención, regreso la mirada y veo con pesadez los créditos de entrada, el sonido es malo, la película está comenzando y lo único que pasa por mi mente es: “que no sea mala, que no sea mala”, sí, estoy a punto de ver una película mexicana.



El comienzo de la maldición

Cuando en el 2007, Cuarón, Del Toro y González-Iñárritu lograron el reconocimiento de Hollywood, los ojos de la industria cinematográfica nacional brillaron de emoción; muchos sabían que eso abriría las puertas, que el mundo voltearía a ver a los creadores mexicanos y el cine hecho en el país recuperaría el apoyo y la calidad perdida durante más de cuatro décadas. Significaba la oportunidad de que renaciera una industria que había caído en la mediocridad, en la película fácil y en la fuga de talentos, esto último, irónicamente, era lo que estaba regresándole el prestigio, con películas que estaban muy lejos de parecer producciones mexicanas.
El eco que se logró en la prensa permitió que los tres amigos fueran invitados a la cámara de diputados, a la de senadores, donde se les trató como hijos pródigos que regresaban a una patria de la que habían huido para poder cumplir sus sueños fílmicos. Su lugar de celebridades lo supieron jugar bien y, asesorados por la comunidad fílmica, consiguieron un logro que a la larga se volvería una maldición para el cine mexicano: la entrada en vigor del artículo 226 de la Ley de Estímulo Fiscal para fomento a la Producción Cinematográfica, el cuál permitía a las empresas dedicar hasta un 10% de su pago de impuestos en alguna producción cinematográfica mexicana.
Los productores celebraron, la comunidad de cineastas estaba más contenta que nunca, por fin habría dinero para producciones de calidad, para campañas de promoción exitosas, para crear industria y acercar a nuevos públicos al cine nacional. Todo era felicidad, tal vez esta inmensa alegría fue lo que les hizo olvidar que, a partir de ese momento, el cine mexicano se regiría por un aliado que no le importaba la calidad de las producciones, sino deducir impuestos y generar ganancia. La fiesta se acabó para todos.
A partir del 2007 comenzó un crecimiento descomunal de producciones mexicanas, a diferencia de otros años, gracias al artículo 226, el cine nacional incrementó la cantidad de sus producciones a más de 70 películas al año, lo que lo colocaba como el tercer productor cinematográfico más grande de Latinoamérica, sólo detrás de Argentina y Brasil. Pero a pesar de este crecimiento, del que actualmente se jactan las instituciones culturales en el país, sólo 7 de cada 100 espectadores mexicanos preferían ver cine nacional. A nadie le interesaba que hubiera muchas producciones, porque dentro de la voz popular venía el estigma al ver la marquesina y exclamar con desencanto: “ah, ésa es mexicana”. El cine nacional, a pesar de la inversión, estaba condenado al fracaso, a un público al que se dirigían y que definitivamente no quería escucharlos.

Tenía que ser Mexicana

Así han pasado ya casi cinco años, y la producción cinematográfica ha aumentado considerablemente, casi llegando a niveles de sobreproducción. Ahora tenemos más películas de las que se pueden exhibir, el reto para los cineastas ya no es filmarla, sino hacer que la gente la vea. La mitad de las películas realizadas en un año quedan enlatadas, a falta de recursos y de interés por los distribuidores, que ven en las mismas un mal negocio. Son películas a las que difícilmente se les concederá una adecuada programación, con miles de copias y una fuerte campaña de promoción, no, son películas que sólo llegan a exhibirse porque algún distribuidor ve una posibilidad de negocio, o por simple compasión o influyentismo, estarán una o dos semana en cartelera, con unas 50 copias que alcanzarán apenas para cubrir algunos estados, y que después de una deprimente recaudación, y usadas para rellenar cartelera en temporadas bajas, serán almacenadas en el olvido.
Los distribuidores podrían parecer los malos en la historia, hombres de negocios que ven todo en números y billetes, que no saben apreciar el arte ni el talento de los creadores, pero la triste realidad es que muchas de esas películas tienen bien merecido nunca salir a la luz.
Hay que aceptar la realidad para poder encontrar una solución, y es que un alto porcentaje de esas películas son malas; productos creados al vapor para deducir impuestos, o simples caprichos de cineastas novatos carentes de talento, son películas que se hicieron en un sentido utilitario por un lado y autocomplaciente por el otro. Sus temáticas en general son las mismas que ha reciclado el cine mexicano durante la última década: problemas sociales, la exacerbación de la pobreza como recurso artístico, el humor simple y la ya sobreexplotada narrativa urbana. Son películas que son calcas al carbón de otras películas que fracasaron de forma estrepitosa. No se necesita ser empresario para pronosticar que serán un rotundo fracaso en taquilla, que se gastaría más en realizar las copias y en una campaña publicitaria que lo que se podría recaudar. La decisión es simple: es mejor tenerlas ahí, hasta que algún día, quizás en temporada de sequía, puedan ser consumidas por un público que no tiene otra cosa que ver.
Esto no quiere decir que las películas que sí salen a la luz sean obras maestras, o piezas de arte que necesitan ser mostradas, no, las películas que logran su exhibición son aquellas que, en primer lugar, resultan un buen negocio y en segundo, son películas que, más allá de los valores estéticos, cumplen con el propósito con el que fue inventado el cine: entretener.
Películas mexicanas taquilleras de los últimos años como: Una película de huevos, Km 31, Don gato y su pandilla, Rudo y Cursi, por citar algunas, son la muestra clara de que una película mala puede resultar en un excelente negocio, que no hay necesidad de romperse la cabeza para generar un producto redituable que entretenga y venda. Sí, son películas malas, ¡muy malas!, pero una industria cinematográfica fuerte se construye con películas malas que recauden suficiente dinero, que después se puede invertir en películas de autor, o mejor aún, películas que recauden y sean buenas al mismo tiempo.
Una industria cinematográfica sana es aquella que logra la mezcla adecuada entre entretenimiento, negocio y contenido, con películas que están pensadas para vender, películas comerciales pero que a su vez calan muy hondo en el espectador y películas de autor que son piezas de arte, cumplir con estas tres características no es nada fácil, y sólo un puñado de películas mexicanas lo han logrado en los últimos años.
En un mercado tan competido y monopolizado por una industria realmente millonaria, las películas mexicanas “regulares”, no tienen cabida o están condenadas a terminar en DVD, (que por cierto nadie comprará original por el monopolio de la piratería), sólo se van acumulando para terminar formando parte de una estadística del IMCINE. No hay espacio para películas mediocres, no si se quiere construir una industria cinematográfica que tanta falta hace en nuestro país.

El tráfico de las Películas de festival

Los cineastas que deciden no entrar al juego de las distribuidoras emprenden una estrategia distinta. Al considerar sus películas como piezas de arte casi al nivel de Bergman (pregúntenle a Carlos Reygadas), deciden, antes de buscar distribución, mandarlas a competir a todos los festivales de cine que puedan encontrar. Los festivales de Venecia, Berlín, Cannes, Sundance, Jalisco, entre muchos otros, reciben un alto número de solicitudes de competencia por parte de cintas mexicanas, todas éstas, con la esperanza de que un público experto encuentre en sus obras lo que los “malvados distribuidores” no pudieron apreciar. Los festivales acontecen y es ahí cuando alguna película mexicana logra darse a conocer, la prensa asiste, corren las notas de lo grandiosa que es considerada por los críticos (regularmente cineastas que tienden a sobrevalorar obras y fungen prácticamente como curadores de arte), y una vez que la película logra algún reconocimiento en el festival, regresa al país, en el cartel de promoción se le ponen las palmas de que compitió en el festival cualquiera y se tiene un producto listo para ser vendido a un sector selecto de la población, a ese grupo consumista de productos “originales” que consideran que es una pieza de arte, porque alguien les dijo que los es. La película logra recaudar algo de dinero, no genera ganancias, no genera industria, sólo alimenta a su nicho, los realizadores ganan prestigio y apoyo para una siguiente película que volverán a meter a competencia, y así repetirán hasta el final de su carrera. Les importa un carajo generar industria.
Algunas veces, el ruido que estas películas generan es tan fuerte que llegan a las salas comerciales, donde el espectador promedio acude. Influenciado por las docenas de noticias que lo bombardean, la persona de a pie acude a verla, con la sensación de que si no entiende la película será un perfecto idiota. La película termina, el espectador se siente confundido, no sabe qué opinar, algunos tratarán de interpretarla, otros tantos dirán sin mesura que es lo peor que han visto, y finalmente habrá quienes se pregunten de forma incisiva “¿Dónde se habrá quedado esa palomita que rebosaba en salsa?”.

Se apellida Mexicano

Salimos del cine, camino a paso lento, doy sorbos al café, el humo del cigarro se me mete al ojo, estoy molesto y mi acompañante no ayuda: habla de lo maravillosa que fue la escena donde no pasó nada durante diez minutos enteros. Trata de interpretar el simbolismo oculto en la escena donde yo pensé que la película se había estropeado. Volteo a mi alrededor y veo gente que intenta convencerse a sí misma de que lo que acaban de ver es maravilloso. Me dan ganas de gritar, pero me las aguanto, prefiero despedirme cordialmente y me encamino hacia una avenida.

Siento como si me mirarán por detrás, como si los ojos de alguien se me incrustaran en la espalda, volteo con un miedo irracional y logro atisbar un enorme cartel que dice “este mes patrio apoyemos al cine mexicano”. Lo miro durante varios minutos, me inquieta el lugar común de un chile en forma de celuloide, pero lo que más llama la atención es que la palabra “mexicano” es casi tres veces más grande que la palabra “cine”. Ése es el problema, me digo a mí mismo, mientras reviso el celular y veo que aún alcanzo función de los Avengers.