Cada quien su Julia
…Yo era
esclavo de mi máquina: su garra me sabía a gloria, y nunca me rebelé contra
ella
porque
nunca llegó a causarme tortura.
Martín Luis Guzmán
Andrei Peña
Román sentía su cuerpo
como una suma de dolor y sopores, el trabajo siempre lo dejaba exhausto; “ya no
estoy en edad”, pensó. Abrió una cerveza y la bebió con rapidez, dos hilos
dorados le escurrieron por la barba canosa. Vació sus bolsillos en el
escritorio, las monedas repicaron en el aserrín comprimido y el billete de lotería
cayó al piso; no le importó. Frente a él reposaba Julia, su pantalla con finos
acabados en blanco. Colocó un cigarrillo en sus labios y apretó un botón color
plata, casi invisible. Unas fanfarrias anunciaron el arranque y una barra rosa
empezó a llenarse. Encendió el cigarro y se llevó una mano al sexo. Julia
apareció en pantalla, con su aspecto trigueño. Su cabello parecía anegado, como
una medusa café que se incrustaba en un cuerpo perfecto, oculto detrás de un
pequeño vestido negro.
—Hola,
papito —dijo la mujer aprisionada en la pantalla—. Qué bueno que regresaste,
¿qué tal tu día?
—Muy
cansado, como siempre —dijo Román con un gran respiro.
—¿Quieres
que te alegre? —preguntó Julia y en la pantalla aparecieron varias ventanas con
diferentes atuendos: vestidos, encajes, zapatos, tamaño de senos y tipos de
cabello—. ¿Qué quieres elegir hoy?
—Utiliza
lo de la última vez —dijo Román y se desabrochó el pantalón.
La
pantalla hizo un zumbido y una barra de carga apareció en un resplandor. Román
esperó impaciente, hasta que, detrás de varias centellas de colores pastel,
apareció Julia sobre una nube azul, cubierta con un vestido rojo, repleta de
encajes, estiraba las piernas luciendo un par de medias en satín, sujetadas por
un liguero que le presionaba los muslos.
—¿Qué
quieres que haga? —preguntó Julia. Estiró las piernas y los tacones brillaron
en un rojo intenso. Posó una mano sobre su sexo y los gemidos llegaron a Román.
El
viejo comenzó a agitarse, el ritmo de su mano y los gemidos de Julia se unieron
en sincronía. Cada respiración de Román era un acercamiento a diferentes
ángulos del cuerpo femenino: se evaporaba en destellos rosados y aparecía con
los ojos entreabiertos.
No
aguantó más, el semen cayó en su mano y después de tranquilizarse lo limpió con
un pedazo de papel.
—¿Te
gustó, Papi? —preguntó Julia regresando a su habitual vestido negro—. No sabes
cómo me excita verte, eres tan… —la pantalla se cristalizó un momento, el
ventilador del disco duro se activó en un fuerte zumbido.
Aprovechó
la carga para abrir otra cerveza, dio un sorbo y enseguida la acompañó con un
cigarro, el humo se esparció alrededor del escritorio.
—¿Te
gustó, Papi? —volvió a preguntar Julia, y su voz se arrastró en pausas breves
—. ¿Te gustó…?, ¿Papi?, ¿papi…?
Román
regresó la mano al escritorio, trató de tocar la pantalla, pero el rostro de
Julia se desvanecía en varios pixeles. Se escuchó un crujido y segundos después
la pantalla se tornó de un rojo vivo en donde apareció:
ERROR DE SISTEMA. POR FAVOR LLAME A SOPORTE TÉCNICO O ACUDA A UN CENTRO
DE SERVICIO.
Desconectó
el enchufe, después de esperar, lo insertó de nuevo, oprimió el botón de
encendido al mismo tiempo que la orilla del monitor, la barra de carga
apareció, escuchó forcejear al disco duro y el mensaje de error se reflejó otra
vez en su ojos.
—¡Puta
madre! —gritó y volvió a repetir el procedimiento una docena de veces, hasta
que, completamente desesperado, apagó la pantalla.
Era la
primera falla que tenía con Julia, y no sabía qué hacer, sintió ganas de orinar
por la desesperación. Encendió otro cigarro y pensó a dónde llevarla. No podía
llamar a servicio, principalmente por dos razones: la primera era que Julia, —su Julia—, era un modelo antiguo,
tercera generación de las serviciales putas electrónicas; la segunda, la había
comprado en un tianguis: con su sueldo nunca le hubiera alcanzado para comprar
una de línea, como las que vendían en Meave, la principal plaza de tecnología
que había pasado de ser un centro de productos digitales a un mercado exclusivo
de pantallas Pinkroom. Román pasaba
horas viéndolas, detrás de la vitrina, con la mano en el pantalón, pensando en
el sensor de labios listo para instalarse en Julia, las manos térmicas de
acabados en látex y las vaginas cálidas con lubricante sabor fresa. Era imposible
que se pudiera comprar una así; tuvo que ahorrar durante medio año para pagar
una usada, sabía que una nueva sólo era un sueño.
***
El eje central, en donde a
lo largo confluían todas las tiendas de computación y entretenimiento, pululaba
en ambulantes, todos ofrecían a gritos sus productos; cientos de catálogos
atestados de mujeres, una amplia biblioteca de cuerpos femeninos en sus mejores
poses, listas para instalarse en las Pinkroom
de última generación: cantantes, estrellas de televisión, del cine, actuales y
del pasado.
—La que
quiera se la consigo, don —escuchó Román de un adolescente con el cabello
espinado en tonos azules—. ¿Qué busca?, ¿qué necesita? —al notar la
indeferencia, el joven regresó la mirada hacia el resto de peatones (sólo unas
manchas de obreros que avanzaban embobados frente a ellos), y continuó con su
acento cantado al final—: Pásele, véale, va calado, va garantizado, la que
quiera, la Trevi, la Marylin, La Chivis Rivas, la Tetánic. Traiga su foto y se
la hacemos aquí mismo…
Sus
brazos estaban entumidos por el peso de Julia y cada par de minutos sentía un
tirón en la espalda. Se recargó sobre la pared de una zapatería vieja,
escondida entre las personas que anunciaban a gritos los programas para
computadora. Sacó de su morral una botella de medio litro de Coca Cola, abrió
con cuidado la tapa y el líquido negro bañó su garganta; estaba tibio, los
endulzantes artificiales se le quedaron pegados en los dientes y Román comenzó
a maldecir su suerte.
El sol
parecía no ceder, sus brazos aún le temblaban, y súbitamente lo había invadido
el hambre. Revisó la bolsa de su pantalón y sintió con los dedos el billete de
quinientos pesos y una docena de monedas. Pensó en comerse unos tacos,
acompañados de una coca cola perlada por el frío, pero la ansiedad regresó a
él, “¿y si no me alcanza para Julia?”, pensó. Si no la reparaba tendría que
regresar otra vez, faltar de nuevo al trabajo, para que le descontaran el
triple. No. No podía gastar en cosas menos importantes, ya en casa se prepararía
unos huevos y una sopa de microondas.
Se pasó
la tarde buscando, preguntó en un veintena de locales y todos le decían lo
mismo: “Se le jodió el disco duro, tiene que cambiárselo”, le impuso uno “Su
disco está descontinuado, jefe”, le dijo otro “hay que mandarlo a pedir a la
fábrica, don” le respondió alguien más. Pero nadie bajaba el precio
Caminaba
de regreso al Metro, el sol ya estaba por ocultarse, pero en lugar de
tranquilizarlo, Román sabía lo que eso significaba: hora pico, los vagones del
transporte atascados. Le sería imposible subir con Julia, o se arriesgaba a que
en los empujones le tronaran la espalda.
—¿Qué
busca, jefe? —escuchó Román. Un hombre de bigotito lo miraba desde la esquina,
sostenía una carpeta en la mano con la foto de la Chivis Rivas —¿Qué anda
buscando, reparaciones, complementos, aplicaciones?—. Gritó a todo pulmón y se
recargó sobre el cristal del negocio, adornado por un cártel promocional de la Pinkroom, la 8.1, con senos
texturizados.
Román
caminó hacia él; no perdía nada con preguntar.
—Dígame,
patrón, —dijo el hombre y abrió rápidamente su carpeta—. ¿Qué anda buscando?
—Un
disco duro para Pinkroom.
—¿Qué
modelo?
—No sé
—titubeó Román—, es para ésta.
Abrió
la bolsa de plástico y el hombre se agachó a revisarla, la inspeccionó unos
minutos, y después de ponerse en pie agregó:
—Es la
1.3., jefe. ¿Sí la tenemos? —preguntó el hombre a su compañero, un tipo gordo
que gritaba aún más duro.
—Sí,
wey. Hay en la bodega.
—¿En
cuánto anda? —preguntó Román, ya con desdén.
—En
setecientos pesos, ya instalado, o en seiscientos el puro disco.
Román
frunció los labios y pensó de nuevo en los andenes repletos de gente. Se
inclinó para cargar su pantalla cuando escuchó de nuevo la voz del hombre:
—¿Cuánto
trae, patrón? Ya para que hagamos la última venta y a descansar.
—Cuatrocientos
—respondió Román, tratando de regatear un poco más.
—¿Cómo
ves, wey? —preguntó el hombre a su compañero, el tipo gordo había dejado de
gritar para encender un cigarro—. ¿Cuatrocientos?
—Se va
a encabronar el Pelón, wey.
—Nahh,
—dijo el hombre de forma cantada—. Déme los quinientos, patrón. No hay pedo.
Primero deje voy a ver si hay en la bodega.
El
hombre salió corriendo hacia adentro de la vieja Plaza de la computación.
Román
se sintió calmado: le alcanzaba para comprar el disco, ya después pensaría cómo
instalárselo. Le quedaban cien pesos para regresar en taxi después de salir del
metro y, quizá, hasta le sobraría para una cerveza, tres cigarros sueltos y una
quesadilla de chicharrón.
Sonó un
celular, el tipo gordo se llevó la mano al pantalón y contestó, unos segundos
después le indicó a Román que se acercara. Le pasó el teléfono.
—Qué pasó, mi jefe —le dijo el hombre a
Román a través de la bocina—. ¿Quiere el
disco ya cargado con aplicaciones…? Trae tacones de más, vestidos, cortes de
cabello, y un plug-in de lugares cachondos. ¿O el nuevo, de fábrica?
El
viejo se emocionó más, y le pidió, agregando un “por favor”, que nunca
utilizaba, le diera el disco ya con todo cargado. Colgó el teléfono y lo
regresó al tipo gordo.
—¿En
cuánto me consiguen la última versión de la Pink?
—preguntó Román, de buen humor.
—Bara,
jefe. En unos dos mil ochocientos ya con todo cargado o en siete mil
trescientos con las manos.
Román
hizo cuentas mentales: “En unos diez meses sí junto para una”, pensó. Tendría
que fumar más barato, comer menos carne y dejar de tomar taxis cuando el
cansancio lo agobiaba.
Luego
de un cuarto de hora en el que hizo sumas y restas de cosas que no se podía
comprar, el hombre regresó con una caja rosa y la abrió frente a él.
—Aquí
está el disco, patrón. Nada más que dicen allá que está medio difícil de
instalar. Póngale un cincuenta más y se lo colocamos en veinte minutos.
Al ver
la caja con las letras Pinkroom
grabadas en dorado sintió a Julia más cerca de él. Aceptó de inmediato.
—Hazle
su nota, wey —ordenó al tipo gordo, mientras levantaba la pantalla y ponía la
caja rosada encima. Cuando se acomodó todo, salió disparado de vuelta a la
plaza.
—Le
cobro cuatro cincuenta, jefe.
Román
sacó el billete de quinientos, arrugado por el calor de la tarde.
—¿No
trae cambio, don?
—No,
nada más traigo ése.
—Deje
voy aquí a los tacos a que me lo cambien. No me tardo —dijo el tipo gordo.
Cerró su carpeta y, sin que Román lograra reaccionar, se dio vuelta en la esquina.
La
noche estaba por caer, el cielo era de un azul inconcluso y el aroma a tacos le
recordó a Román que aún no había comido nada. Miraba hacia la avenida
desesperado; los sujetos no aparecían. Volvió a sentir ganas de orinar y una
pinchazo prolongado le cruzó de nuevo por la espalda. La reja de la tienda de
electrónicos comenzó a cerrarse y Román se metió con rapidez, sentía el corazón
agitado y los ojos llorosos
— ¡Ya
cerramos, don! —le dijo a gritos un empleado con el cansancio en el rostro.
—Estoy
esperando que me traigan mi aparato —repuso Román.
—Pues
espere allá afuera, que aquí ya cerramos.
—Pero
tus compañeros se fueron por él.
—¿Cuáles
compañeros? No chinge, don.
—¡Uno
de bigote y un gordo! —gritó Román.
—Uy,
no, don, ya se lo chingaron. Esos weyes no son de aquí, andan jodiendo nada más
a la gente. ¿Pues que no vio lo que está pegado en la reja?
—No,
no, esos trabajan aquí, ¿dónde están?
—Le
digo que esos no son de aquí. Vea en la reja, ahí dice clarito que sólo
trabajan aquí los que tienen esta camisa —el empleado señaló el logotipo
amarillo con rojo.
—Me
quieren ver la cara. ¿Dónde están?
—Que ya
se lo chingaron, ¡no entiende? —gritó el empleado—, mejor váyase a la verga
antes de que me empute más.
—¿Dónde
están? —enardeció Román y se acercó con los puños cerrados.
—Ah,
pinche viejito —dijo el empleado y tomó un tubo que guardaba detrás de la caja.
Lo agitó unos segundos en el aire y amenazó—: ¡Qui hubo! ¡Órale! ¡A la verga!
Román
retrocedió unos pasos y mientras refunfuñaba cruzó la reja hacia la calle. El
pinchazo regresó a su espalda, los músculos se le tensaron y con un gran
esfuerzo evitó caer al piso. Su agitación aumentó, mientras la luz de las
vitrinas se apagaba en su rostro y las ganas de orinar lo vencían; notó que su
pantalón estaba comenzando a humedecerse en la entrepierna. Caminó hacia
adentro de la plaza, buscando a los tipos, un baño, a Julia. Las rejas estaban
por cerrar, nadie reparaba en el anciano. Subió las escaleras y al mirar
fijamente un cartel notó con nauseas lo que decía:
NO SE DEJE ENGAÑAR, EN ESTE ESTABLECIMIENTO NO CONTAMOS CON BODEGAS.
COMPRE SÓLO EN LUGARES ESTABLECIDOS.
Se quedó viendo el anuncio
como si éste se burlara de él, con el águila protectora diciéndole: “pinche
viejito depravado”. Las mismas palabras que Julia, Julita, la de carne, le
había dicho.
El calor de la orina le
llegó al calcetín.
***
El auto era de un acabado
lujoso, cubierto de una pintura negra que hacía reflejar las nubes de un cielo
cálido. Circulaba por el eje central como una especie de animal exótico, con
vidrios polarizados como camuflaje y rines salvajes en color plata. Adentro,
sobre los asientos recubiertos en piel teñida de blanco, las piernas de Julia
se mecían, la poca luz que entraba recubría la punta de los tacones negros y brillantes,
el sol acariciaba como pequeñas agujas su tobillo, adornado por una cadenita de
oro, los últimos rayos, los más atrevidos, compartían un espacio con la mano de
Román: esparcía sus dedos a través de los muslos envueltos en nylon negro y
reía al darle pellizcos lujuriosos.
(Román
sintió la necesidad de desnudarse por completo, el cierre estaba presionándole
los vellos y tenía la camisa empapada por el sudor. Abrió un ojo para
acomodarse y cuando su párpado se levantó, sintió miedo de perder la imagen.
“Regresa, pendejo”, pensó, y encorvó las cejas).
Pararon
frente a una tienda de electrónicos. Román extrajo debajo del asiento un rifle
de cazador, y se lo mostró a Julia. El sol resplandeció sobre el arma y ella se
acercó con el rostro sonrojado y la boca húmeda, sus labios estaban derretidos
en un rosa limpio, con los que embadurnó el cañón. Con su mano acarició el
torso de Román, hasta que éste sintió sus uñas filosas de gato recubriéndole el
pene. El rifle se erguía como un monolito de obsidiana y la lengua de Julia
penetraba el cañón; absorbía puntitos de pólvora blanca en cada movimiento.
(Sonrió
con la respiración excitada y comenzó a sentir la mano entumida, un aroma a
viejo se le impregnó en la nariz y agilizó el movimiento. Regresó sus dedos ásperos
y gordos, a pesar de que ya no sentía que fueran suyos).
El
rifle estaba cargado y resplandecía de la saliva olor a fresa de Julia, Román
iba a descender del auto, cuando ella lo detuvo, le dio un largo beso que
terminó en un mordisco sobre su labio inferior. “Mátalos bien, como se debe”,
le dijo, y sus manos acariciaron un par de enormes pechos, ocultos y
maquillados detrás del vestido. Román salió del auto y ahí estaban los dos: un
gordo y un hombre de bigotito, diminutos, escondidos como ratas pestilentes. Se
llevó el rifle a los brazos, sintió el gatillo sobre su dedo, la erección
estaba por romperle el pantalón, los hombres lo miraban aterrados, trémulos en
espera del disparo. El hombre de bigotito se acercó a Román y con la rostro
repleto de terror le gritó en la cara: “¡Agua! ¡Agua Electropura!”. Román
sintió la mano adormecida, un hormigueo se le estaba expandiendo hacia el
brazo, miró hacia adentro del carro; Julia tenía la mano en el sexo y cuando
sus ojos se cruzaron le gritó: “¡Agua! ¡Agua Electropura”.
Sus
parpados se levantaron, quiso volver, no quería desperdiciar lo que había
gastado en la pastilla estimuladora. Se afianzó a su pene con firmeza, su
muñeca se agitó atropelladamente, pero el ruido del vendedor parecía atravesar
las paredes y ponerse a su lado: “¡Agua! ¡Agua Electropura!”. “Agua, tu puta
madre”, gruñó Román, se subió los pantalones y se dirigió hacia a la puerta.
Minutos después regresó como perro regañado: nunca había sido un tipo duro.
***
Mientras caminaba rumbo al
trabajo, Román pensaba en formas alternativas de suplir a Julia. Se había
agotado los métodos tradicionales: revistas, películas, una prostituta barata
de carne y hueso con un olor acre, y una prostituta de pantalla que rentó
durante una hora en un café de Pinkroom.
Entró al edificio y luego de acomodarse el overol azul, las botas de plástico y
darse una peinada rápida al poco cabello que aún le quedaba, inició su día de
trabajo, pensando en la otra Julia como la solución, la de diario, la que le
tenía miedo y asco, desde que lo descubrió tomándole un video sin permiso.
Subió
de inmediato al sexto piso, el elevador tenía un olor penetrante de habano. “Ya
llegó el Licenciado”, pensó Román y las ganas de orinar regresaron: el Lic
llegaba siempre del brazo de Julita, después de pasar por ella en la mañana y
de un sesión de sexo matutino —según las demás secretarias; un harén
descontinuado de oficinistas que habían sobrepasado su fecha de caducidad ante
los ojos del gerente, y cuyo pasatiempo favorito era echar pestes a discreción.
Las
puertas del elevador se abrieron y Román dejó de fingir que limpiaba los
espejos, empujó su carrito cargado con cubetas de agua con cloro y aromatizante
lavanda. Las llantas de enfrente se trabaron en la abertura de una loseta mal
puesta y el mechudo cayó violentamente sobre el piso. El estruendo alertó a
todos de su presencia, incluyendo a Julia quien regresó a su escritorio como
animal asustado.
Julia
tenía motivos para ser cuidadosa con él. Desde el video, supo para qué lo
quería, no era la primera vez que a ella o a cualquier otra mujer le hacían una
grabación sin su permiso. Le bastaba ver un celular con la cámara prendida para
saber que su rostro angelical, su cuerpo suculento y su voz suave y cálida,
podrían terminar en las pantallas de las Pinkroom,
para que un puberto jarioso, o un empleaducho de tienda, un compañero de clase,
un tío incestuoso, o un viejito depravado como Román, terminara violándola
(aunque fuera de forma virtual), dejándole esa sensación de abuso e impotencia.
Pero aunque ella sabía esto, no podía hacer nada, ni siquiera levantar una
denuncia, el solo video era inútil, y ahora se sentía más incómoda que en otras
ocasiones; los últimos meses había soportado los ojos lascivos e intentos de
charla que cada vez eran más frecuentes en el viejo.
Román
entró con el ruido del carrito acompañándolo, olfateó como un perro y descubrió
el aroma a perfume: 212 de Carolina
Herrera, el mismo con el que había bañado a su Julia cuando la adquirió,
aunque el suyo había sido una esencia de sesenta pesos. Julia acomodaba las
facturas de la semana. Román inspeccionó la blusa morada; esparcía la diminuta
cintura en unas caderas apretadas en falda ejecutiva. Se acercó con miedo, pero
a la vez lleno de un deseo insoportable; se había contenido de cualquier
arrebato desde que su Julia se había esfumado, y el verla ahí, tan dulce, tan
delicada, era como tener a un adicto con su jeringa detrás de un cristal. Julia
sólo le señaló el bote de basura, en donde reposaban varios vasos de café con sus
labios marcados en las tapas.
—¿Está
bueno el calor, verdad Julita? —dijo Román con la voz temblorosa.
Nada.
Sólo se oía el ruido de las computadoras al encenderse, el de las gotas de café
cayendo sobre el cristal. Julia no pronunciaba una sola palabra, ni gemía, ni
descansaba sobre una nube con un vestido pintado sobre el cuerpo, no le
preguntaba por cómo había estado su noche, o le llamaba papi, no le crecían los
pechos o las nalgas, pero sobre todo, no era amable con Román.
—Oiga,
Julita, no sé por qué es tan grosera. ¿Pues qué le hice? —preguntó Román con
una mala actuación y con una erección creciente que le intoxicaba la cabeza—.
Mire, para que vea que soy su amigo la invito a comer.
Se
acercó un paso hacia ella, estiró la mano para saludarla, para cerrar el trato,
para tener un poco de su esencia o sentir sus manos suaves con aroma a crema
perfumada.
—¡Carlos!
—gritó Julia desesperadamente—. ¡Carlos, ayuda!
Román
sintió cosquillas en la entrepierna y la necesidad urgente de orinar, puso las
manos sobre el carrito y trató de salir lo más rápido que pudo, el rechinido de
las llantas se aceleró hasta que escuchó una puerta abrirse al fondo.
—Quiso
tocarme —dijo Julia con el rimel desvanecido por las lágrimas—. ¡Y no es la
primera vez!
—¡Don
Román! —gritó el Lic antes de que pudiera presionar el botón del elevador—,
quédese ahí.
El
resto de la oficina se asomó para ver qué estaba pasando, el harén de
secretarias y empleados comenzaron a susurrar entre sí, mientras Julia
sollozaba y el Lic pedía que lo comunicaran a la jefatura de intendencia.
—Ahorita
mismo me echan a la calle a este pinche depravado —susurró el Lic Mientras el
teléfono todavía llamaba.
***
“Dios aprieta pero no
ahorca”, pensó Román al comparar su billete de lotería con la lista. Sintió de
nuevo ganas de orinar, pero por primera vez no le importó en lo absoluto: “me
meo, me cago, me vale madres, tengo dinero”, dijo casi gritando. Dobló el
billete de lotería y lo metió con cuidado en la cartera. Por fin algo de
suerte, desde veinte años atrás jugaba un billete a la semana y sólo había
obtenido reintegros o premios esporádicos, de mil o dos mil pesos. Aunque no
era el premio mayor —y ni siquiera se le acercaba—, le sería suficiente para
vivir bien por lo menos un año. Cien mil pesos, ochenta y cinco quitándole el
impuesto, le alcanzaban para pagar lo que debía desde su despido, comer algo
decente, recién hecho, o que por lo menos no estuviera contenido en un vaso de
espuma plástica; le servían para pagar la luz, comprar unas diez tarjetas de
quinientos pesos para ponérselas al medidor; arreglar las paredes de su casa,
que parecían tener dermatitis y arrojaban pellejos azules y verdes; y lo más
importante: tenía dinero para Julia, una nueva Julia.
Mientras
bajaba por las escaleras del metro, mirando hacia todos lados por si alguien se
había dado cuenta que llevaba un billete ganador, pensó en lo que compraría: la
nueva pantalla de última generación, la misma que se anunciaba en grandes
espectaculares por toda la ciudad, con todos y cada uno de sus accesorios:
manos, piernas, boca, la nueva vagina ahora con empaque térmico y cuatro
sabores distintos, un par de pechos inflables con líquido sabor café, ¿y por
qué no?, el ano térmico y rugoso que había visto en un catálogo que se robó de
una Pinkshop. Le alcanzaría para
todos los paquetes, se los había aprendido de memoria, deseando en algún
momento tenerlos: la expansión sadomasoquista, la mansión playboy, el paquete
de fiesta swinger, el set con juguetes, el set de fantasías y oficios. Sintió
una presión en la cabeza y a la par un mareo que casi lo hace caer de las
escaleras, se alcanzó a sostener y las múltiples Julias lo animaban a seguir
adelante: Julia enfermera, Julia dominatriz, Julia policía, Julia infantil,
Julia madura, Julia doctora, Julia secretaria, todas lo llamaban en su mente,
listas para ser tomadas por Román, para complacerlo el resto de su vida.
Nunca
se había sentido tan dichoso, sintió los calcetines mojados, pero no prestó
atención, si olía a orines era menos probable que alguien lo quisiera robar,
que supiera que llevaba un cheque al portador en su bolsillo, listo para
abrirle las puertas a su retiro, listo para regresar con Julia.
***
Esperaba impaciente la descarga, el último
paquete de expansión de Julia, un conjunto nuevo de razas: Román se preguntaba
cómo se vería siendo negra, china, europea o nórdica.
Había
vuelto a comer barato, a fumar barato y a vivir barato, su estatus de hombre de
dinero sólo le duró unas cuantas semanas, pero, a cambio, el cuarto de Román
parecía un departamento de ventas de la Pinkroom,
todos los accesorios estaban ahí, decenas de pedazos de cuerpos en plástico,
cajas abiertas que descansaban sobre las paredes despellejándose en azul.
Llevaba ya varias semanas encerrado, había contratado una conexión a la red de
Pinkroom, si necesitaba algo que la nueva Julia pedía, unos simples clicks y
listo: la última novedad en su pantalla. Salir a la calle sólo era necesario,
cuando la comida o los cigarros se acababan, o para despejarse del aroma a
semen mezclado con humedad.
Su
nueva Julia había calcado perfectamente su imagen del video, la voz ya no
sonaba metalizada, sino que era cálida y dulce como la original, los pechos los
había alterado, al igual que las nalgas y el cabello, era una mujer irreal
afuera, pero sumamente excitante y real adentro; se había convertido en una
dama de verdad, o al menos eso era lo que notaba Román, ahora exigía tiempo,
almacenaba recuerdos y podía aprender cien veces más cosas que él le enseñara
y, sobretodo, tenía el nuevo emulador de emociones.
Se
escuchó un arpegio. Román se frotó las manos sudorosas en el pantalón, y esperó
el arranque; después de cada instalación era normal que Julia hiciera un reset.
Pasaron cinco minutos y la barra no avanzaba en lo absoluto. Otros diez minutos
y nada: no había señal de alguna reacción. “Me lleva, me lleva” dijo Román,
cuando en la pantalla apareció un letrero con la ominosa leyenda que ya
conocía:
ERROR DE SISTEMA. POR FAVOR LLAME A SOPORTE TÉCNICO O ACUDA A UN CENTRO
DE SERVICIO
Román
tiró del cable de corriente, se tranquilizó por un momento y volvió a encender
la pantalla. Esperaba que el problema se pudiera solucionar solo, aunque tenía
la póliza, no le era muy placentero salir y pagar un taxi, pelearse con la
gente a empujones o simplemente imaginarse que las mujeres de afuera lo miraban
con desprecio.
La
pantalla de inicio se llenó de los colores pastel y las fanfarrias anunciaron
la entrada de Julia. Román dio un gran respiro y sonrió a la par que comenzaba
a encender cada uno de los accesorios. Se desnudó por completo y colocó las
manos de látex en su espalda, los demás retazos de plástico estaban ya
ajustados a su cuerpo.
—Hola
mi amor, te extrañé —dijo Julia con voz dulce y empalagosa.
—Abre
tu nueva aplicación —dijo Román y comenzó a jadear—. Te quiero ver de oriental,
como una chinita.
—Sí,
papi, lo que tú digas.
La
pantalla fulguró en rosa y verde agua, unos segundos después Julia llevaba
puesto un vestido tradicional chino, recortado hasta el pubis, con los pechos
salidos como dos esferas de luz. Su rostro había adquirido los rasgos
orientales sin alterarse en lo mínimo.
—Te ves
riquísima —dijo Román y sintió las manos por detrás de la espalda. El látex le
dio un masaje en círculos.
—Ven,
papito, cógeme como a una chinita.
Los
accesorios comenzaron a hacer su trabajo, los labios se movieron con
delicadeza, la lengua mecánica de hule húmedo brotó hasta tocar con su punta la
lengua de Román, la vagina de látex soltó sus lubricantes multisabores, y Román
acercó sus manos a los pechos que se entibiaban y hacían que dos pezones de
esponja se inflamaran como globos.
—Cógeme,
papito, cógeme rico —decía Julia y se acercaba una y otra vez, mientras Román
podía ver la sincronía de su pene virtual en pantalla.
Sintió
un aumento en la presión, primero placentero y novedoso, pero después
insoportable, las manos le estrujaron la espalda, los pezones de hule se habían
convertido en dos piedras hirvientes y los labios sintéticos se acercaban como
la punta de unas pinzas.
La voz
de Julia se diluyó, dejando su aspecto metalizado al descubierto, el rostro en
la pantalla desapareció en una mezcla de negro y morado, y fue sustituido por
el de un oso de orejas como reguiletes, que pronunciaba con voz infantil una y
otra vez: “fucking pervert”. Román quiso parar todo, pero las manos de látex
los sujetaron con firmeza de los brazos, la vagina térmica le quemó el pene, y
la lengua mecánica estaba atorada como una sanguijuela en su garganta. Alcanzó
a patear el escritorio pero sus fuerzas menguaron. Miró la pantalla, antes de
desvanecerse, esperando que Julia apareciera para salvarlo, pero sólo veía al
oso que bailaba de un lado a otro. La lengua mecánica se le adentró hasta el
esófago y el movimiento de Román paró. Los accesorios siguieron funcionando, mientras
el aroma a carne y plástico quemados se esparcía por el cuarto. Media hora
después la pantalla se cristalizó en un mensaje:
Error 322. Archivo de arranque modificado por
ejecutable: crazylove.exe
ERROR DE SISTEMA. POR FAVOR LLAME A SOPORTE TÉCNICO O ACUDA A UN CENTRO
DE SERVICIO