El problema de ser un vampiro
Andrei Peña
Mi padre decía que no hay nada peor en la vida que ser pobre, feo y pendejo. Yo agregaría una corrección a esa frase: no hay nada peor en la vida que ser pobre, fea, pendeja y vampira.
Crecí con la imagen del vampiro como aquel ser místico, rodeado de una belleza que pocos se atreverían a poseer. Me imaginaba rostros de marfil, cabelleras lacias, figuras esbeltas envueltas en terciopelo rojo y negro, con encajes que dejaban sus blancas pieles al descubierto, listas para ser acariciadas eternamente.
Mi búsqueda por los bebedores de sangre comenzó desde muy pequeña. Inspeccionaba a cada una de las personas con un halo de enigma o alguna inclinación al vampirismo: aislados, de piel blanca, colmillos salidos, cabello lacio, ojos rojos, vestidos en ropas finas y que la noche fuera su ambiente natural. Al pasar los años, y tras agotadores intentos, lo único que encontré fue cientos de darketos, dos albinos, tres tipos con problemas dentales, un pedófilo con disfraz del Conde Drácula, cuatro marihuanos, tres travestís, y dos prostitutas. Había desperdiciado quince años de mi vida, mis padres habían muerto, aún era humana, y cada vez parecía desvanecerse más la idea de que los vampiros existieran en realidad.
Fue hasta que conocí a Joaquín que mis ideas de ser un espectro de la noche se hicieron realidad.
Nos presentaron en un grupo de culto al vampirismo, y en un inicio pensé que se trataba de otro idiota que fingía. Salimos durante varias semanas. Platicamos de cosas sin importancia, y entre ellas le comunicaba mi fascinación por los seres nocturnos. Joaquín no perdió el tiempo. Cuando supo mis intenciones, sus colmillos brotaron y una mirada rojiza me hizo sentirme dichosa por primera vez en muchos años.
Me demostró su fuerza y poder toda una semana. Atacaba vagabundos y ancianas, al menor descuido aparecía detrás de ellos, no importaba cuánto corrieran, siempre los alcanzaba. Todo era espectacular para mí: la violencia, los gritos, correr y escondernos ante las sirenas de la policía.
Él me ofreció convertirme, y en un inicio lo dudé, quería ser una vampira, pero Joaquín era lo contrario a lo que me había imaginado durante tantos años. Nunca pensé en vampiros gordos, vestidos con pantalones holgados y de barbas mal rasuradas. A pesar de ello acepté. Ingenuamente creí que mi sueño podría aparecer una vez que fuera parte de ellos.
No fue en un castillo o una vieja mansión, no hubo velas, ni vino, ni siquiera una sábana de seda que me cubriera el cuerpo, mientras el chupasangre extraía mi último rastro de humanidad en un acto erótico tan sublime. Fue en un parque, con dos cervezas encima, ante la mirada fisgona de algunas personas y el ruido del tráfico de las nueve. Joaquín me mordió como si fuera un trozo de carne y por un momento me desvanecí. Recuperé la fuerza cuando acercó mi rostro a su cuello y lamí las heridas que él se había hecho. “Con que te cortaras la muñeca hubiera bastado”, le dije horas después, con mi nuevo porte de vampira. Él sólo rió de una forma idiota.
Mis fantasías de tantos años se desvanecieron al primer día. Descubrí que a los vampiros no los mata el sol: salen ronchas y acné; tampoco es cierto que la figura se vuelva cadavérica y que la piel se torne blanca: aún era gorda y con el rostro prieto como chocolate. Mi cuerpo pedía alimento y no sabía por dónde empezar. No contaba con el coraje ni la astucia para atacar a algún vecino, así que me decidí por el gato del edificio. Después de perseguirlo varias horas, a la luz del día, con cientos de ronchas y barros que brotaban a cada segundo, logré alimentarme en silencio.
No salí en un mes, me sentía horrible, miserable y engañada. Afortunadamente tenía la casa para mí sola desde años atrás, y no necesitaba gastar en comida, así que dejé de trabajar y comencé a maldecirme. Era un ser atormentado, pero sin el glamur que era su compañero.
Joaquín fue a buscarme diario en esas primeras semanas. No quería verlo. Me dedicaba a almacenar botellitas con la sangre de Negro, Pelusa, Bisha y el resto de las mascotas del lugar.
En una madrugada recibí una invitación por debajo de la puerta. “Reunión de vampiros hoy” decía la nota, e indicaba la hora y el lugar. Brinqué de felicidad por todos lados, por un momento había olvidado al resto, a los que no eran como Joaquín o yo.
Me preparé todo el día, saqué mi mejor vestido, giré un viejo álbum de Bach en el tocadiscos, y tras horas de reventar granos y maquillar ronchas, salí con la elegancia propia de una vampira.
Llegué puntual a la cita, el número era el correcto. Una gran puerta de metal marcada con grecas estaba abierta. Recorrí un pasillo lleno de charcos, y al cruzar entré a una bodega sucia, con un aroma acre y anaqueles desprendidos por el tiempo. Al fondo, unas siluetas estaban sentadas en el piso. Por un momento pedí haberme equivocado de dirección, y que aquellos fueran vagos que se resguardaban de alguna inclemencia, pero una mano familiar se agitó en las sombras, Joaquín me saludó alegremente, rodeado de un grupo de esperpentos llenos de suciedad, de ojos rojos, con las caras repletas de pupas y escuchaban a todo volumen interminables ritmos de música tropical.
Salí del lugar, con los ojos repletos de lágrimas y un sabor a rabia en la boca. Y fue ahí cuando decidí renunciar a la inmortalidad. Llegué a mi casa y preparé todo lo conocido: crucifijos, ajos, le pedí agua a mi vecino que es cristiano y, finalmente, hice estacas de varios palos de escoba, pero nada funcionó. Los ajos me dejaron mal sabor de boca y las cosas religiosas sólo me hicieron sentir ridícula. Con las estacas clavadas al cuerpo me di cuenta de que dolía, pero no llegaba mi final. Me resigné tristemente. No tengo el valor para descuartizarme yo sola.
Dicen que los hombres lobo pueden despedazar a un vampiro cuando se transforman y enloquecen. He de fijarme en todos los hombres peludos que se cruzan frente a mí.