Novela inconclusa


Hoy no hay cartón, hoy hay un fragmento...
Bueno, muchos de ustedes sabrán que escribo, ni tan seguido como debiera, ni tan bien como quisera, pero pues ya son algunos años donde se han publicado algunos cuentos. Lo que usted tiene aquí, amiguito lector, es el fragmento de una novela inconclusa (que espero acabar). Aunque usted no lo crea, pienso que Internet sirve para este tipo de cosas, así que espero sus comentarios para saber si he de seguirla... y pues lean, señores, lean que no todo son cartones chistosos... sin más, ahí les va



1. Dame la prueba de tu amor


Los recuerdos siempre le habían sido de gran ayuda a Judith cuando tenía miedo, y no sólo recuerdos de lugares, ni de sucesos, ya fueran reales o historias que siempre se forzó a creer, sino de aromas, sabores y texturas, como la espalda huesuda de Mario o lo sensual que le pareció ponerse un par de medias por primera vez. ¿Pero qué podía recordar para que el aroma a sangre desapareciera?, y no era el olor lo que la molestaba; se había acostumbrado desde su primer año en la policía a convivir con los aromas de morgues, personas recién convertidos en cadáveres y heridas al rojo vivo de borrachos estrellados sobre algún poste. No, en definitiva no era la sangre lo que le parecía desagradable, sino que fuera la suya la que caía a cuentagotas después de soportar las ¿dos?, ¿tres?, ¿doce horas de tortura? No era la primera vez que veía un piso trapeado con su cuerpo, con su cabello haciéndola de mechudo y sus pechos de esponjas, cambiando el color de la loseta a un rojo desvanecido, mas sí era la primera vez que estaba dispuesta a morirse, y no de cualquier manera, como pudo haberlo hecho en toda su vida, sino morir de amor o morir por amor o amar hasta morir o como fuera. ¿Cursi? Se preguntaba, y la respuesta era un Sí, rotundo y orgulloso. A pesar de que el cuerpo le temblaba de miedo o que su vista se perdía en un negro terrorífico, seguía firme en su decisión de protegerlo, de que escapara libre con todo, y la recordara sonriente y bella como en el viaje a Acapulco o bailando en el California con el vestido que él le compró el día de su boda. Pero había dos cosas en Mario que la hacían pensar que no todo terminaba ahí, y que su muerte por amor sólo quedaría como una anécdota a contarse cuando se ocultaran en Oaxaca: la primera era que Mario la amaba, y no sólo lo hacía con locura, sino que en realidad estaba enamorado ciegamente, de la misma manera que ella de él; la segunda y quizás la más importante, era que Mario era un idiota, con un problema de aprendizaje, decía al describirse, y un idiota es más peligroso que cualquier judicial obeso, como los dos que la habían metido a la patrulla y ahora la torturaban pidiéndole que lo delatara, el par de bestias, que ignoraban que al idiota no lo puedes controlar, no sabe lo que hace, sólo actúa y ese era el problema de Mario, por eso ella lo comprendía y amaba, porque era como un niño que rayaba las paredes sin entender el porqué, sólo con el impulso y la necesidad de una voz secreta que le susurraba: hazlo, hazlo porque lo quieres, porque te gusta, porque es lo que te hace sentir bien, exactamente los mismos pensamientos que ella supuso él había tenido meses atrás, cuando le demostró cuánto la amaba:
Había sido casi una calca de la misma situación en la que estaba ahora, sólo que ella ocupaba el lugar de verdugo, no de la víctima, también en una casa en el Estado de México, donde supuso la habían llevado, con las mismas técnicas de tortura y sufrimiento que ella usó con el Monstruo verdulero y en donde el “idiota” de Mario, había hecho que los últimos minutos de vida para ese “animal” (como ella lo imaginaba, para no pensar en que había cometido un asesinato), fueran tan horribles, hasta que la balanza quedó nivelada entre los cinco minutos del peor sufrimiento antes de morir, con los siete años de sufrimiento que pasó como su esposa.
Aunque Judith veía la muerte cada vez más cerca, y su moral católica le pedía arrepentirse de todo, no quería, no podía ser humilde, ni poner la otra mejilla; el muy cabrón se lo merecía, nunca lo dudó, y sabía que si alguien le pudiera dar otra oportunidad lo volvería a hacer. Durante esos siete años siempre confió en Dios, en el castigo que el Monstruo verdulero recibiría en el infierno, o en esta vida, pero como muchos otros, se dio cuenta que sus súplicas tendrían que esperar, y ella necesitaba el juicio aquí, ahora, quería su cuerpo tieso y frío.
Para encargarse del Monstruo tuvo que convencer a Mario, superar sus temores, separar la imagen de Oscarcito del rostro del Monstruo, clavar el cuchillo, rebanarle la cara, ordenarle a Mario arrancarle los testículos. No, había sido mucho trabajo, mucho placer, para que en ese momento se arrepintiera de todo. No. Nunca. Si Dios existía tenía que ser comprensivo, apoyarla, hacerla ver que tenía razón de matarlo, sin represalias. Él tenía que amarla como Mario.     
Olvidó el aroma de su sangre, los recuerdos la tranquilizaban, se sentía protegida por el “idiota” que estaba ausente y eso la mantenía con fuerza, luchando por no desvanecerse, impidiendo que lo último en lo que pensara antes de morir fuera en el aroma de su cuerpo golpeado, con la peste a violación, aguantando por él. Judith sabía que amar casi siempre era soportar muchas cosas: infidelidades, mentadas de madre, gritos a las tres de la mañana, manías, obsesiones, borracheras y demás etcéteras, pero ella acababa de descubrir que había veces en las que amar era soportar que te encierren en un cuarto lleno de olor a orines, completamente desnuda, con los pechos quemados por cigarrillos y el rostro a punto de estallarte como un globo lleno de sangre. Una forma distinta de hacerlo a diferencia de las parejas que usan flores, anillos, chocolates y tantas cosas más que, en ese momento, le parecían idiotas, si se comparaban con sus pruebas de amor.
Escuchó el sonido de la puerta y por un momento imaginó que la voz de Mario le susurraba: tranquila, ya nos vamos, sin darse cuenta de que no había salido del todo de sus recuerdos y lo que realmente se escuchaba era una voz, que musitaba jadeante: ahora sí, pinche pendeja nos vas a decir dónde guardaron todo.


2. ¿Adónde?

El entumecimiento en las manos se había vuelto insoportable, llevaba más de tres horas dando vueltas en la Brasilia, con los dedos adormecidos sobre el volante. ¿Adónde? Era una pregunta básica que tenía que responder para empezar la búsqueda de Judith, pero por más que trataba de concentrarse no podía pensar en otra cosa que no fuera ELLA —así, con mayúsculas—, no podía pensar en ella —así, con minúsculas—, porque pensarla de este último modo la volvería normal, una mujer cualquiera, como su hermana o como las putas que deambulaban en la esquina del Monumento a la Madre. Pensar en ella, con lo corriente que era hacerlo, significaba que no podría soportar lo que le iban a hacer; una ella no tenía el carácter de Judith ni la fuerza suficiente para aguantar un interrogatorio como los que vio cuando trabajaba al lado del Raya, las ellas que había visto caer en el basurero como muñecas gastadas por el tiempo, no duraban más de media hora antes de delatar a medio mundo para salvar la vida; esposos, amantes, hermanos, todos eran culpables cuando el Raya encendía el cigarro al final de la sesión en forma de victoria. Judith no podía ser una ella ni nunca lo sería por más que el Raya se aferrara a convertirla.
Dio vuelta en Insurgentes y escuchó el amarre de unas llantas en el pavimento, un claxon comenzó a sonar, producto de varios golpes que un tipo moreno, con el estrés oficinista a flor de piel, propinaba sobre el volante. Mario miró a su derecha y notó que la luz estaba en rojo, ¿cuál era la prisa si el semáforo no iba a cambiar? Él era idiota y se aceptaba como tal, pero no podía soportar que los “inteligentes”, a veces actuaran como si ellos en realidad fueran a los que les habían detectado problemas de aprendizaje desde pequeños. No lo reflexionó, pero muy adentro, sabía que era la excusa perfecta para desentumirse las manos, para liberar algo de la tensión, del vómito que le produjo ver a Judith tan indefensa. Agarró una barra de metal que llevaba en el asiento de copiloto, un pedazo que en algún momento le perteneció a una silla, y bajó del auto con un movimiento pausado, casi automático, como si él no fuera el que guiaba su cuerpo, sino que sólo era un espectador más, como el resto de la gente que se había acercado a ver el escándalo del claxon que no dejaba de sonar. De repente, Mario se descubrió al lado de ellos, y una señora de edad avanzada que trataba de cruzar por donde los autos aún se encontraban detenidos, musitó: ya se van a agarrar a chingadazos, regresó la mirada y se vio así mismo, al Idiota en acción, con el tubo en la mano, aproximándose al tipo inteligente que tenía el rostro hinchado de coraje y que cambió en unos segundos, por uno lleno de miedo cuando el primer golpe del metal aterrizó en el parabrisas. El tipo trató de echarse en reversa, pero Mario sabía que él (Idiota) no lo dejaría escaparse tan fácil. En un movimiento ágil le destrozó el cristal del conductor, abrió la puerta, lo sacó de las greñas y recibió un par de golpes a los que el Idiota era inmune, o al menos parecían no afectarle. El grito de la señora hizo que Mario desviara la atención de la pelea: ¡lo va a matar, déjelo, cabrón. Policía! La miró de reojo y se contuvo las ganas de decirle en su cara arrugada con nombre de no-se-meta-en-lo-que-no-chingados-es-suyo: soy Policía, señora, y por mí está bien que lo haga. Deje que el Idiota se entretenga un ratito, al fin y al cabo no lo va a matar. Cuando regresó la mirada, el Idiota regresaba con toda tranquilidad a su cómoda Brasilia mientras el Inteligente, yacía sobre el piso, con las manos en la cabeza y el sonido de otros tantos cláxones que le ordenaban quitarse del paso. Ya ve, ni le hizo nada, dijo Mario con las manos sobre el volante, arrancó la Brasilia y avanzó otra vez por Insurgentes sin mirar atrás.
Sabía que no llegaría nadie hasta después de algunos minutos, situación completamente normal un viernes en la noche, donde la mayoría de los policías preventivos se hallaban en su cambio de turno. Las mágicas diez de la noche en donde hasta la más dulce de las princesas podría estar en peligro, pero que inevitablemente tendría que esperar porque los oficiales del orden necesitaban quitarse los uniformes azules, darse una acicalada rápida y emprender el regreso a sus hogares, mientras una nueva horda de uniformados los sustituía. Lo sabía perfectamente, porque había enmarcado las diez de la noche, guardándolas para siempre como portada del álbum que se inauguró cuando la conoció a esa hora; cientos de retazos de imágenes, palabras, miradas que preservaba en su mente, etiquetadas por fecha y momento específico, sostenidas por un beso, o un susurro al oído. Las diez de la noche les pertenecían, eran suyas, de nadie más, era la hora en la que jugaban a no conocerse, a mentirse uno al otro, donde eran unos extraños que utilizaban la palabra pareja, sólo de manera institucional, para saludarse al inicio de su turno, llamándose así como compañeros de trabajo, para no pensar en que realmente eran pareja y tenían la necesidad de juntar sus labios en cada alto o de comerse los sexos lejos de su patrullaje. Cuando a las diez, ella entraba a la patrulla y le decía con el tono coqueto de mala actriz: Hola, pareja, él no podía controlar el nerviosismo, sonreía con la emoción de un niño que descubre el amor por primera vez, y a partir de ese momento sólo existía Judith, abarcándolo todo.
¿Cómo podía Mario concentrarse?
¿Adónde? Se preguntó de nuevo, no tenía un solo dato, o alguna referencia de cómo empezar, únicamente recordaba el rostro de Judith, mirándolo sin pedir ayuda, más molesta y sorprendida que asustada, mientras los hombres la tironeaban al salir del hotel donde habían dado con ella. Si me atrapan sin ti, no me esperes, vete rapidito, no sé si aguante, le había dicho Judith días antes, cuando planeaban todo, con los brazos enredados en sus cuerpos, si nos agarran juntos todo se acabó, y no hay ni cómo hacerle. Por eso se habían separado desde que robaron el dinero, no porque quisieran hacerlo, sino porque la situación se los exigía, hasta que en Oaxaca se reunieran listos para hacer su nueva vida. Pero Mario sabía que aunque Judith confiaba en él, no lo hacía de la misma manera con el Idiota, y tenía razones de peso: el Idiota no le había dado su espacio, a pesar de la orden de Judith en la que le pidió que se alejara mientras aún estuvieran en la Ciudad, había rentado un cuarto frente a ella, vigilándola día y noche, no soportaba la distancia, su lejanía, estaba locamente enamorado. ¿Enamorado?, ¿o era que desconfiaba que lo dejara?, ¿una segunda vez?, ¿por el escuincle drogadicto al que llamaba hijo? Por eso no la había seguido cuando los hombres la metieron a la patrulla; sintió esa mirada como un regaño, un reclamo: por tu pinche locura me atraparon, pendejo, tú los trajiste aquí pinche loquito, cuando había reaccionado Judith estaba lejos, sin un rastro que seguir. ¿Lo estaría culpando en ese momento?, ¿lo perdonaría? Todo había sido culpa del Idiota, por él no sabía a dónde ir, en dónde buscar, por su culpa Judith jamás regresaría, por su maldita enfermedad, por ser un pinche loquito, como le decía ella en sus ataques de ira o un tarado atarantado, hijo de puta loca, mongoloide con retrazo. Se orilló en un crucero y apagó el motor, atacó el volante a puñetazos, llorando, maldiciéndose por el error, por seguirla, por no obedecer, por haber sido lo que era; tan sólo un maldito pendejo, enfermo, loco, sin poder concentrarse en nada, distrayéndose con todo, sin tener un plan concreto, como un perro, un animal que actúa por estímulos, no por pensamientos. Se habían llevado a Judith desde la mañana, y él seguía embebido con sus recuerdos, preguntándose cada que salía de uno, ¿Adónde? Sin hallar respuesta, sólo metiéndose de nuevo a ese mundo confuso que era su memoria, al lugar donde el Idiota habitaba con él, donde tenía que verle la cara, su maldita cara de sapo, con la piel pegada al hueso y los ojos saltones, y reconocer con amargura, que ninguno de los dos, él, Mario, sabía a dónde ir.